Lo cierto es que fueron años de arduo y
pragmático aprendizaje, con lapsos de desalineamiento en los que estuvo a punto
de desistir. Pero al fin triunfó la perseverancia y Raimundo aprendió a ladrar.
No a imitar ladridos, como suelen hacer algunos chistosos o que se creen tales,
sino verdaderamente a ladrar. ¿Qué lo había impulsado a ese adiestramiento? Ante
sus amigos se autoflagelaba con humor: "La verdad es que ladro por no llorar".
Sin embargo, la razón más valedera era su amor casi franciscano hacia sus
hermanos perros. Amor es comunicación.
¿Cómo amar entonces sin comunicarse?
Para Raimundo representó un día de gloria cuando su ladrido fue por fin
comprendido por Leo, su hermano perro, y (algo más extraordinario aún) él
comprendió el ladrido de Leo. A partir de ese día Raimundo y Leo se tendían, por
lo general en los atardeceres, bajo la glorieta y dialogaban sobre temas
generales. A pesar de su amor por los hermanos perros, Raimundo nunca había
imaginado que Leo tuviera una tan sagaz visión del mundo.
Por fin, una tarde se animó a preguntarle, en varios sobrios ladridos: "Dime,
Leo, con toda franqueza: ¿qué opinás de mi forma de ladrar?". La respuesta de
Leo fue bastante escueta y sincera: "Yo diría que lo haces bastante bien, pero
tendrás que mejorar. Cuando ladras, todavía se te nota el acento humano."
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